Reproducimos a continuación las conmovedoras palabras que plasmó Oscar Wilde en su De profundis, donde descendía a los infiernos de su conciencia para extraer agua pura con la que reconciliarse con la vida y con el mundo que le había condenado de manera injusta y canallesca. Se trata de un texto en el cual, tras las anécdotas personales y las diatribas anecdóticas, bulle una poderosa pulsión de redención espiritual que a nadie puede dejar indiferente, crea o no crea en algo o en nada. En el presente extracto, Wilde acomete una arriesgadísima indagación sobre lo que significa para él la figura de Cristo, y a fe que sale airoso del envite. En estos días en los que se estrena una película sobre los últimos meses de su azarosa vida, nos parece una buena ocasión para convocar su estro y dejarnos impregnar por su enorme humanidad. ¡Va por ti, Óscar!
No cabe duda de que Cristo se cuenta entre los poetas. Su concepción de la humanidad provenía directamente de la imaginación, y sólo a través de ésta puede ser comprendida. El hombre fue para él lo que Dios es para los panteístas. Él fue el primero que concibió la unidad de las diversas razas.
Antes que Él ya existían dioses y hombres. Y Él, sintiendo que en Él se habían hecho carne, gustaba de llamarse unas veces el Hijo de Dios y otras el Hijo del hombre. Más que ningún otro en la Historia, despierta en nosotros esa inclinación hacia lo maravilloso a que siempre se halla dispuesto el romanticismo. Es para mí todavía algo increíble eso de que un joven campesino galileo se imagine que pueda llevar sobre sus hombros todo el peso del mundo: el peso de cuanto hasta entonces se había hecho y sufrido, y de cuanto se tendría que hacer y sufrir: los pecados de Nerón, de César Borgia, de Alejandro VI, del que fue emperador de Roma y sacerdote del sol; los sufrimientos de todos aquellos, cuto número es legión, que yacen entre ruinas; de los pueblos oprimidos, de los niños de las fábricas, de los ladrones, de los presidiarios, de los desheredados y de aquellos que se hallan sojuzgados y cuyo silencio sólo Dios puede oír. Y no sólo llega a imaginárselo, sino que efectivamente lo realiza; así es que aún hoy en día todos los que entran en contacto con Él, aunque no se posternen ante sus altares, ni se arrodillen ante sus sacerdotes, tienen en cierto modo la impresión de que se les borra la fealdad de sus pecados y se les revela la belleza de sus sufrimientos.
Ya he dicho que Cristo cuenta entre los poetas, y es verdad. Shelley y Sófocles son hermanos suyos…Pero su misma vida constituye el más maravilloso de los poemas, y nada hay, en todo el ciclo de la tragedia griega, que pueda igualar “el temor y la piedad” de esta vida. La inmaculada pureza del protagonista eleva este edificio a una altura de arte romántico, que, a causa de su mismo horror, les está vedada a los sufrimientos de las familias de Tebas y la de los Atridas. Y esta pureza muestra asimismo cuán erróneo era el axioma expuesto por Aristóteles en su Tratado del drama, y que sentaba que no era posible soportar la vista del castigo de un inocente. Ni en Esquilo ni en Dante, el austero maestro de ternura; ni en Shakespeare, el más puramente humano de todos los grandes artistas; ni en todos los mitos y leyendas célticas, en los cuales la gracia del mundo brilla a través de una niebla de lágrimas y la vida de un hombre no vale más que la de una flor, no haya nada que, a causa de su conmovedora sencillez, unida a la sublimidad del efecto trágico de que nace, no hay nada que pueda igualarse, ni siquiera aproximarse, al último acto de la historia de la Pasión de Cristo. Aquella simple Cena, con sus discípulos, uno de los cuales ya le ha vendido por unos cuantos dineros; aquella angustia del alma en el tranquilo jardín iluminado por la luna y en el cual el falso amigo habrá de acercarse a Él para traicionarle con un beso; aquel amigo que todavía creía en Él, y en el cual Él creía poder fundar, como sobre una peña, un refugio para la humanidad, y que lo niega en cuanto el gallo canta el despuntar del día; aquella su soledad absoluta, aquella sumisión suya con que Él todo lo acepta, y junto a estas esas otras escenas en que el gran sacerdote de la ortodoxia, en su furor, le desgarra sus vestiduras, y el funcionario de la justicia civil manda traer agua con la vana esperanza de poderse limpiar la mancha de sangre inocente que le hace aparecer como la más sangrienta figura de la Historia; la escena –uno de los sucesos más maravillosos de todos los libros de todos los tiempos– en que le es impuesta la corona de espinas; aquella otra de la crucifixión del inocente ante los ojos de su madre y del discípulo a quien amaba; aquella –mientras los soldados se reparten y juegan sus vestiduras– de la horrible muerte por la cual cedió al mundo el más eterno de sus símbolos, y, finalmente, aquella escena de su entierro en la sepultura del rico, la escena en que su cuerpo es embalsamado con especies preciosas y perfumes y envuelto en un sudario egipcio, cual si fuese el hijo de un rey.
Cuando se consideran estas escenas aisladamente y sólo desde el punto de vista artístico, es forzoso agradecer que el más solemne de los oficios de la Iglesia sea, sin efusión de sangre, una representación de la tragedia; la representación mística de la historia de la Pasión del Señor, por medio del diálogo, de los trajes y hasta de los gestos. Para mí es siempre fuente de respetuosa elevación pensar que lo que queda del coro griego, ya perdido para el arte, en otros terrenos, sobrevive en el acólito que ayuda al sacerdote a celebrar la misa.
Y no obstante, la vida de Cristo es en conjunto –a tal punto hállanse fundidos en su significación y en su representación la belleza y el dolor– un verdadero idilio a pesar de acabar por el desgarramiento de las cortinas del templo, por las tinieblas que cubren la faz de la tierra y por el movimiento que levanta la piedra del sepulcro. Uno se representa siempre a Cristo como a un novio entre sus discípulos, cual Él mismo descríbese una vez; como a un pastor recorriendo un valle con sus ovejas en busca de verdes praderas o de frescos regatos; como un cantor que quisiera levantar con su música los muros de la Ciudad de Dios; como un amante para cuyo amor el mundo todo es demasiado pequeño. Sus milagros parécenme encantadores, cual la llegada de la primavera, y no menos naturales. No me es difícil creer en un encanto tal de su persona, que su sola presencia bastase para inundar las almas de paz y para que los que tocaban sus vestiduras se olvidasen de todos sus dolores. O para que, al pasar Él por el camino real de la vida, gentes para quienes hasta entonces había permanecido secreto el misterio de la existencia, abriesen los ojos a la luz, y para que, aquellos que cerraban sus oídos a toda voz que no fuese la del placer, comprendiesen por vez primera la voz del amor y la hallasen “armoniosa cual la lira de Apolo”, o para que, a su llegada, huyesen todas las malas pasiones, y los hombres, cuya vida sórdida y hermética era como una forma de la muerte, se alzaran, como quien dice, de sus tumbas al llamarlos Él; o para que la muchedumbre, a la que predicaba en la falda de la montaña, olvidase su hambre y su sed, y los sufrimientos del mundo, y los amigos a quienes hablaba mientras comían gustasen, como de manjares sabrosos, de los más ordinarios alimentos, y el agua les supiese cual vinos generosos, y por toda la case se esparciese el dulce perfume de los nardos.
En su Vida de Jesús –ese delicioso quinto evengelio, que podría llamarse el Evangelio, según Santo Tomás–, dice Renan que la obra suprema de Cristo, consiste en haber sabido conservar, aun después de muerto, el amor que había poseído en vida. Y verdad es que, si bien su puesto está entre los poetas, también hacia Él se dirige el cortejo de los amantes. Él reconoció que el amor es el secreto primordial del mundo, el secreto buscado por los sabios, y que únicamente por medio del amor es posible llegar haste el corazón del leproso y los pies del Señor.
Mas por encima de estas consideraciones, Cristo aparece como el mayor de los individualistas. La humildad, como aceptación artística de todas las experiencias, no es sino un medio de manifestarse. Lo que Él persiguió siempre fue el alma del hombre. La llama “el reino de Dios” y la descubre en cada uno de nosotros. La compara con una muchedumbre de nimiedades: con un grano de semilla, con un puñado de levadura, con una perla, y es porque sólo puede uno formarse su alma desprendiéndose de todas las pasiones extrañas, de toda la cultura adquirida, de todo lo que se posee externamente, lo mismo de lo bueno que de lo malo.
Con la tenacidad de mi voluntad, y más todavía con el espíritu de contradicción ingénito en mí, revelábame contra todo, hasta que no me quedó nada más, absolutamente nada más en el mundo que Cyril. Había perdido mi nombre, mi posición, mi felicidad, mi libertad, mi fortuna. Era un recluso, y era un pobre, pero me quedaba mi bien más preciado: mis hijos. Y de pronto la ley me los arrebata. Fue tan terrible el golpe, que me quedé como aturdido. Me puse de rodillas, incliné la cabeza, lloré y dije: “El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor; ya no soy digno de ninguno de ellos”. Y ese momento fue sin duda el que me salvó. En ese momento comprendí que sólo me cumplía aceptarlo todo. Y desde entonces, –por extraño que esto parezca, soy feliz, pues he llegado hasta lo más hondo de la esencia de mi alma. Había mostrado ser su enemigo en muchos respectos y la encontré esperándome como un amigo. Al entrar en contacto con su alma, uno se vuelve sencillo como un niño, y esto es lo que uno ha de ser, según las palabras de Cristo.
En Speculum reunimos textos e imágenes de la tradición occidental
desde una perspectiva abiertamente cristiana
con el propósito de contribuir a su mejor conocimiento,
en la convicción de que el saber es el mejor camino hacia la fe.
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Nietszche y el reino de Dios
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Nicolás Gómez Dávila:
las secretas sendas de Dios
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Felix Trull:
aforismos de la Natividad