José Luis Trullo.- Cuando me enteré de la concesión, en 2017, del Premio Príncipe de Asturias a la historiadora británica Karen Armstrong (1944), experimenté una mezcla de sorpresa y orgullo. Sorpresa, porque estaba convencido de que la suya -plasmada en libros ponderados, ecuánimes y preñados de sensatez- era una voz que clamaba en el desierto; y orgullo, porque, en su triunfo, veía también un poco el mío y el de quienes, como yo, apuestan por aproximarse a la religión con ojos desprejuiciados, libres de dogmas intelectuales y prevenciones laicistas.
Si algo caracteriza el espíritu de las obras de Armstrong es, precisamente, su inmensa libertad intelectual, la cual le permite acometer los grandes temas que han obsesionado a la humanidad desde sus orígenes (la divinidad, el mito, la moral, la creencia y las pautas de comportamiento entre los individuos) con una mezcla insobornable de espíritu crítico -en cuanto a resistencia a dejarse embaucar por las ideas recibidas- y compromiso ético -entendido como apuesta por la verdad, aun al precio de los costes que ello conlleva.
De Armstrong, antes de su galardón, había tenido la oportunidad de leer tres libros: Los orígenes del fundamentalismo en el judaísmo, el cristianismo y el islam (un documentadísimo estudio sobre cómo se forjaron los integrismos monoteístas), Historia de la Biblia (una amena introducción a la génesis del texto más importante que ha leído la humanidad) y Una historia de Dios (que no deja de ser, a pesar de su título, una monumental aproximación a las religiones del libro). En las tres obras se encuentra plasmada, en una ubicación central, una de las principales tesis de la investigadora, a saber: que la religión es una dimensión esencial de la persona, en la medida en que le induce a abrirse a la trascendencia, y que el modo en que dicha apertura se produce en sociedad debe rehuir el principal de los peligros que la amenaza, a saber: el de la literalidad.
En efecto, en una argumentación sencilla y didáctica, Armstrong nos advierte de que aquellos que reducen la palabra de los dioses a un mensaje plano y unívoco, de traslación automática al plano social mediante normas de aplicación inmediata, están violentando su carácter indómito, de dislocación intelectual. Si algún valor posee la dimensión religiosa es, justamente, el de "trascender" las categorías humanas, enfrentándolas a su radical indigencia cuando se colocan en un lugar absoluto que no les corresponde.
El mensaje que Dios envía a los hombres, en todas las culturas y a lo largo de todas las épocas, se resume en una serie de ideas-fuerza comunes a cualquier religión: no lo sabéis todo, ateneos a lo que conozcáis, buscadme y me encontraréis, amaos los unos a los otros, sed pacíficos y amigables y dejad a un lado la adoración de los ídolos del dinero, la fama terrenal y el poder mundano. Para comunicarle su mensaje al hombre, Dios emplea intermediarios y ellos, figuras poéticas, símbolos y metáforas que aspiran a vehicular un sentido cuyo origen, por su propia naturaleza desmesurada, no puede encerrarse en fórmulas estereotipadas ni en dogmas clausurados en sí mismos. La verdad religiosa, contra la visión empobrecedora que de ella ofrece la Ilustración, es el epítome de la libertad personal, pues consiste a un mismo tiempo en el descubrimiento de la verdad última -sin la cual, no pasaría de idolatría- y en la asunción del deber de consagrarse a ella, sin medias tintas.
El homo religiosus, a diferencia del agnóstico, no cree que su existencia empiece y acabe con la intelección -que lo limita todo a lo que puede ser experimentado por los sentidos y acotado mediante la razón-, sino que admite una deuda eterna con algo que le supera y le acoge... y a esa instancia le ha dado el nombre de Dios. Se trata de una dimensión admitida por todas las culturas, sin excepción (incluida la Grecia clásica, artífice de la filosofía y la democracia), hasta que la Ilustración le declaró abiertamente la guerra, tratando de arrinconarla en un papel como mucho decorativo, junto a la superstición, la magia y los cuentos de hadas. Con ello, la humanidad perdía el contacto con lo que le es más propio, que es precisamente lo que la aboca a lo que ella no es -porque se encuentra más allá de las categorías del ser y el no ser- y la dota de sentido desde fuera. La utopía de la Modernidad, que es la autofundación del sujeto sin referencia a nada externo a sí mismo, se ha convertido en el paradigma que oprime y sofoca en la persona lo que le define en cuanto tal: su relación con Dios en cuanto exterioridad fundante.
Pues bien, de forma concomitante a la pulsión profana de la Modernidad, la obsesión del fundamentalismo -que sólo tangencialmente podemos calificar de religioso, pues en verdad es la suya una vocación de índole política y social- consiste en aplastar la infinita ambigüedad del mensaje divino para reducirla a un catálogo rígido y unívoco de dictámenes de comportamiento individual y colectivo. La noción misma de ortodoxia, cuando se aplica al ámbito religioso, tiene algo de aberrante y depauperador de la espiritualidad humana. Más allá de los diez mandamientos, que sólo un canalla impugnaría, la vitalidad religiosa del individuo ha de vehicularse a través de modalidades informales, si se las puede llamar así, en las cuales se preserve la pregnancia trascendente de la religiosidad, sin la cual la fe degenera en mera opinión. Por ello los ámbitos privilegiados de la expresión religiosa son el arte y los ritos, los cuales, más allá de su apariencia material, codificada y logran contener una virtualidad simbólica sin la que aquélla se empobrece y degenera en pura ideología.
La lección de Karen Armstrong, que la autora formula de manera explícita en los libros que de ella he tenido la oportunidad de leer, es que cualquier discurso que trate de reconducir la infinita ambigüedad congénita a la religión (esa dimensión mítica que ella, de modo absolutamente pertinente, confronta al logos racional), por fuerza es de naturaleza ideológica y opresiva... incluso si se llena la boca con la palabra Dios. La religión es el ámbito genuino de la libertad humana, y toda estrategia que usurpe dicho espacio fundacional acabe acarreando desgracia y opresión. Visto el estado en el que, a principios del tercer milenio, se encuentra la humanidad, me parece que es un mensaje al que vale la pena atender.